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cristoraul.org " El Vencedor Ediciones"
LA HISTORIA DIVINA DE JESUCRISTO

 

LIBRO PRIMERO EL CORAZÓN DE MARÍA

 

CAPÍTULO SEGUNDO

YO SOY EL ALFA Y LA OMEGA HISTORIA DE JESUS DE NAZARET

Segunda Parte

HISTORIA DE LOS ASMONEOS

 

7

Alejandro Janneo

 

Cuando Alejandro Janneo salió de la mazmorra, donde normalmente hubiera debido haber fallecido, la situación del reino era la siguiente. Los fariseos tenían a las masas convencidas de estar viviendo la Nación bajo el punto de mira de la cólera divina. Las leyes sagradas les prohibían a los hebreos tener un rey que no fuera de la Casa de David. Ellos lo tenían. Al tenerlo estaban provocando al Señor a destruir la Nación por rebelión contra su Palabra. Su Palabra era el Verbo, el Verbo era la Ley, y el Verbo era Dios. ¿Cómo podrían evitar que el destino siguiera su curso?

El problema era que los siervos del Señor, los sacerdotes saduceos, no sólo bendecían la rebelión contra el Señor al que servían sino que además usaban al rey para aplastar a los sabios fariseos.

Aun así la voracidad macabra de Aristóbulo I hizo que hasta a los saduceos se les revolvieran las entrañas. No quería decir esto que los saduceos estuviesen dispuestos a unirse a los fariseos para limpiar Jerusalén de su delito. Lo último que seguían queriendo los saduceos era compartir el poder con los fariseos. Entonces, misteriosamente, Alejandro Janneo es liberado de su prisión y escapa a la muerte. ¿Milagro? Si al odio que le dio fuerza y lo mantuvo vivo se le puede llamar milagro entonces fue un milagro que Alejandro sobreviviera a sus hermanos y a su madre. ¡Lástima que, aparte de las ratas, no bajara nadie a su infierno a darle el pésame por la muerte de su madre! De haberlo hecho hubieran descubierto que la fuerza que lo mantuvo vivo y alimentó su sed de venganza fue el odio, sin distinguir entre fariseos y saduceos. De todos modos el Asmoneo se equivocaba al pensar que la muerte de su odiado hermano se debió a la naturaleza. La muerte de Aristóbulo al año de su reinado e inmediatamente después de la muerte del Príncipe Valiente no fue cosa de azar ni de justicia divina. ¿A quién le sorprende que el crimen contra su propia madre les revolviera las entrañas a los habitantes de Jerusalén y decidieran, en complot con la reina Alejandra, acabar con el monstruo? El hecho de la celebración urgente e inmediata de la boda del preso con la viuda del difunto, su cuñada Alejandra, pone de relieve la alianza saducea que acabó con la vida de Aristóbulo I.

Adelantándose los saduceos a los fariseos quitaron rey y pusieron en su lugar al Asmoneo, las miras puestas en que al descubrirse como sus salvadores no se le ocurriera dar un bandazo hacia el otro lado y les entregara el poder a los fariseos, que, al ser enemigos naturales de sus salvadores por fuerza hubieran debido ser los suyos propios. El elemento sorpresa a su favor Alejandro aceptó la corona jurando no cambiar el status quo. Esta era la situación explosiva sobre cuyo infierno en ebullición sentó su odio el Asmoneo.

Alejandro I, sin embargo, no les perdonaría jamás a sus libertadores haber tardado tanto en tomar su decisión. ¿A qué estuvieron esperando, a que se muriera su madre? ¡Dios!, si sólo hubieran llegado un día antes. El odio que contra su nación incubó el nuevo rey en su año de prisión, año largo, infinito, no hay palabras que puedan describirlo. Sólo descubrirían su extensión y profundidad sus matanzas posteriores. Aquél odio fue como un agujero negro avanzando desde las entrañas a la cabeza, como una Nada inundando sus venas de un grito: Venganza. Venganza contra los fariseos, venganza contra los saduceos. De haberse tomado sus salvadores la molestia de pensar qué estaban haciendo antes se hubieran rajado las venas que abrirle la puerta de la libertad al próximo rey de los judíos. Poco, muy poco tardaría Jerusalén en averiguar qué clase de monstruo tenía por ídolo el Asmoneo. El odio que devoraba el cuerpo, mente y alma de Alejandro I no tardaría en salirse de madre y pedir cadáveres por decenas, por cientos, por miles. ¿Seis Mil para un banquete de Pascua? Un aperitivo. Sólo eso, un vulgar aperitivo para un verdadero demonio. ¿No decían los sabios y santos sacerdotes de Jerusalén que conocían las profundidades de Satán? ¡Otra mentira más! Él, el Asmoneo, les descubriría a todos los judíos las verdaderas profundidades de Satán. Él en persona los conduciría hasta el mismísimo trono del Diablo. ¿Que dónde tenía Satanás su trono? Locos, sobre la tumba de su madre, en la Jerusalén que viera morir a sus hermanos sin levantar un dedo para salvarlos de la ruina.

Lo mismo que hizo el padre de la historia antigua judía, Flavio Josefo, ocultándole a los suyos la causa implosiva que reventó la felicidad prometida de la casa de Hircano I, volvió a hacerlo hablando de la muerte milagrosa y repentina del matricida y fratricida, homicida por supuesto. Tenía que hacerlo si no quería descubrir la causa que acababa de ocultarle a su pueblo. Si juraba en público ante el futuro que los propios saduceos que encumbraron al hijo ordenaron la muerte del padre, haciéndolo le abría las puertas al resto del mundo para que entrara y viera con sus ojos la guerra interna a muerte entre fariseos y saduceos. Enemigo de la verdad en aras de la salvación de su pueblo, en el punto de mira del odio romano tras la rebelión famosa que terminó con la destrucción de Jerusalén, Flavio Josefo tenía que pasar sobre el cadáver de la verdad en nombre de la reconciliación de judíos y romanos. Y de paso mantener a los hijos de los matadores de los primeros cristianos al margen del crimen contra divina natura que protagonizaron y seguían, en la medida de sus intereses, protagonizando: aunque fuera a costa de extirparse la Memoria, practicarse una lobotomía y seguir adelante como un pueblo maldito, de todos condenados, por todos tenidos por comedores de sus madres y asesinos naturales de sus hermanos. Por lo cual ningún judío debía ver con ojos raros que Aristóbulo I matase a su madre, a sus hermanos, a sus tíos, a sus cuñados, a sus sobrinos, y hasta a sus nietos de haberlos tenido. Según el parecer de Flavio Josefo y su escuela, eso era algo natural entre los judíos. Así que ¿dónde está el escándalo?

Esta es la Historia de Jesús. No es la historia de las crónicas asmoneas. La importancia de los setenta años de aquella dinastía, con todo, es tan decisiva para comprender las circunstancias que condujeron a los judíos al anticristianismo más feroz y asesino que, por fuerza, debemos recrearlas como quien pasa volando sobre los acontecimientos más trascendentes en relación a esta Segunda Caída. En otra ocasión, en otro momento, si Dios lo quiere, entraremos en esas crónicas. Baste aquí planear sobre la línea del tiempo. El odio del Asmoneo contra todos, fariseos y saduceos, siguió su curso. En apenas unos cuantos años se convirtió en una avalancha. Rodando sobre pendiente suicida uno de aquellos días fueron todos, fariseos y saduceos, a celebrar una especie de banquete de amistad con el rey. Las puertas se abrieron, ocuparon posiciones los estrategas, con el vino se pusieron todos a tono. Y pasando de meandros y prolegómenos acabaron se dirigieron en tromba a las playas del mar de las cuestiones personales. En el calor del momento uno de los fariseos presentes, harto de vino, le soltó en cara al rey lo que todo el mundo decía, que su madre lo tuvo con otro que no fue precisamente su padre. O sea, que el Asmoneo era un bastardo. No estaba complicada la situación y vino el Diablo a empeorarla. Este, el Diablo, como si le estuviera ganando el pulso al Ángel le echaba leña al fuego en cada ocasión que se le terciaba. Ardiendo la mecha, el polvorín a dos pasos, lo lógico era que la explosión hiciese saltar por los aires todo lo que pillara. La Matanza de los Seis Mil en una jornada no sería la única onda devastadora. Pero hubiera podido servir al menos para calmar los ánimos y hacer que los enemigos unieran fuerzas. Al contrario que los demás pueblos del mundo la nación de los judíos tenía por filosofía de raza no aprender jamás de los errores cometidos. Si antes fue el celo por la Ley lo que los arrastró a la Matanza, en adelante sería la sed de venganza. Esta sed desbocada fue la que cabalgó de sinagoga en sinagoga por todo el orbe llevando a todos los creyentes aquel aullido que antes oímos: El Asmoneo debe morir. Al que respondieron los más audaces y celosos del destino consagrando sus vidas a matar al Asmoneo. Entre los cuales se encontró Simeón el Babilonio, ciudadano de Seleucia del Tigris, hebreo de nacimiento, banquero de profesión. Su entrada en la Jerusalén Asmonea y sus intenciones de permanecer en el reino no podían molestar al rey, siempre necesitado de aliados y medios financieros para la guerra de reconquista de la Tierra Prometida, ni levantar sus sospechas dadas las circunstancias geopolíticas por las que estaba atravesando el antiguo imperio de los Seleúcidas. A los Partos, en efecto, se les estaba quedando pequeño el Asia al Este del Edén, y sufrían lo indecible soñando con la invasión de las tierras al Oeste del Eufrates. Natural por tanto que los hijos de Abraham comenzasen a regresar de la Cautividad al otro lado del Jordán. Si encima quien regresaba parecía no tener ni idea de la situación política local y, para más alegría de todos, era un banquero rico y creyente devoto, tanto mejor.

“Simeón, hijo, la paranoia es a los tiranos lo que a los sabios le es la sabiduría. Si abandonan sus consejos tanto los unos como los otros se pierden. Por eso el que se mueve entre serpientes debe estar curado contra el veneno y tener alas de paloma para vencer los designios del malvado con la inocencia del que sirve sólo a su amo.

Simeón, dale la espalda a tu enemigo en señal de confianza y te ganarás tu salvación, pero lleva bajo el manto la coraza de los sabios para que cuando la paranoia lo enloquezca el puñal de su locura se rompa contra tu piel de hierro. Si le das la mano al tirano ten presente que en la otra esconde la daga; ofrécele entonces lo que busca porque al hombre sólo le dio Dios dos manos, y si con la una te coge la tuya y con la otra agarra lo que quiere el puñal estará siempre lejos de tu garganta. Cuando lo veas herido, corre a curarle la herida, porque todavía no está muerto; y si vive busca su muerte, pero no lo hieras solamente y se levante para tu ruina. El demonio tiene muchas formas de conseguir su objetivo, pero a Dios le basta una sola para hacerle morder el polvo. Sé sabio, Simeón, no te olvides de las enseñanzas de tus maestros”.

Simeón el Babilonio llegó a Jerusalén con el libro de los Magos de Oriente bajo el brazo. La escuela en la que aprendió el oficio de los Magos remontaba sus orígenes a los días del profeta Daniel, aquel profeta y jefe de Magos que con una mano sirvió a su amo y con la otra cavó a su alrededor su ruina. Pero basta ya de palabras, que empiece el espectáculo.

Simeón el Babilonio puso en práctica sus enseñanzas. Logró romper el hielo de la desconfianza de los fariseos hacia el nuevo amigo del rey. Logró engañar al rey participando en la financiación de sus campañas de reconquista y consolidación de las fronteras conquistadas. A espaldas del Asmoneo, con la otra mano que le quedaba libre, el Babilonio puso su firma en todos los complots palaciegos contra los que el Asmoneo, cual atleta en plena carrera de obstáculos, realizó la hazaña imposible de sobrevivir a todos sus presuntos asesinos. Uno tras otro todos aquellos intentos de arrancarle la cabeza del cuello se cerraron con la muerte de los aspirantes a magnicidas. Cansado de tanto inepto, en su opinión ni para eso servían sus compatriotas, el Asmoneo trató los cadáveres de sus enemigos como se tratan los de los perros, se arrojan al río y allá que se los lleve la corriente al mar del olvido. Desesperados por la suerte del Asmoneo los fariseos concibieron el plan de los planes, contratar un ejército mercenario, ponerse al frente y declararle la guerra abierta. Era hundirse en una guerra civil, pero qué remedio. La estrella del Asmoneo parecía haber salido de las mismas profundidades del infierno. Nada de lo que planeasen contra él, por muy sutil y enrevesado que fuese el plan para derrocarle, el bicho siempre salía vivo. Tenía más vidas que un gato. Si se hubiera muerto. Sobre su conciencia el daño, se dijeron. Y allá que contrataron a los árabes para acabar con la suerte del rey más tirano, cruel y sanguinario que en toda su historia tuvo Jerusalén. Todo esto en el más estricto top secret. Lo último que podían permitirse Simeón el Babilonio y sus fariseos era que llegase al oído del Asmoneo campanas sobre sus planes. No dudaría en matarlos a todos, grandes y chicos, todos a la misma olla. Como decía el proverbio del sabio: Hay que ser inocentes como palomas, astutos como serpientes. Mas como en este mundo no se puede engañar a todo el mundo a la vez, hubo en aquellos días una persona a quien los trucos de magia de Simeón no pudieron engañar. Aquel hombre era el sacerdote Abías, el profeta particular del Asmoneo, sobre el cual ya hemos visto algo en los anteriores capítulos. También Simeón, cómo no, asistía al Turno de Abías a escuchar de sus labios el Oráculo. Era a él, sí a él, al nuevo amigo del rey, su enemigo secreto más jurado, a quien le dirigía Abías palabras que le rompían todos los esquemas.

“Si el Cielo combate al Infierno con las armas del Diablo ¿cómo se apagará el fuego que devora a todos en su incendio?” oraculaba el hombre. “¿Comparáis a Dios con su enemigo? ¿Se revuelve el ángel que guarda el camino de la vida contra su destino alzando el fuego de su espada contra el árbol que guarda para así evitar que nadie se le acerque? ¿Se da entonces por perdido? ¿Cuál será el juicio de su Señor contra su desesperación? ¿Al hacer así no negará al Dios que le confió su misión? No lucháis contra el diablo, lucháis contra el ángel de Dios, y aunque esté por vosotros él no puede abandonar su puesto. Su orden es firme: Que nadie se acerque. ¿Por qué creéis que bajará la espada? ¿Por amor a vosotros se rebelará contra su Señor? Cejad pues de hacer el loco. No lucháis contra un hombre, le hacéis la guerra al Dios que puso a su ángel entre vosotros y la vida que buscáis invocando a la Muerte”.

Oráculo lleno de sabiduría que, cegados sus destinatarios por el odio, caía una y otra vez en terreno pedregoso. Por un momento parecía que iba a echar raíces, pero apenas salían del Templo el olor a sangre les devolvía los sentidos a la realidad de todos los días.

 

 

EL CORAZÓN DE MARÍA. HISTORIA DE JESUS DE NAZARET. SEGUNDA PARTE. HISTORIA DE LOS ASMONEOS.

8.

GUERRA CIVIL ASMONEA

 

 

LA HISTORIA DIVINA DE JESUCRISTO